martes, 14 de julio de 2009

La ceniza descuidada del cigarrillo


Esas ideas agrietadas sobre la superficie de su cara parecen dibujos de un artista que habría intentado bosquejar miles de caras. Mirada sabia, vigilada por un olfato amplio y sublime, sobre una base de labios finos que cierta vez usaban flequillo. La sabiduría, nótese nítidamente, comienza en sus ojos simples y se curva hacia arriba entre avenidas largas y bacheadas de sien a sien. Esta sapiencia toma la curva y patina en el brillante parquet encerado y austero de cabellos. Cae cansada sobre un colchón de blancas crines y se cobija en la nuca.

Cuando niño, catequistas, el cine y, por sobre todas las cosas, la televisión y sus poco originales y repetitivas parodias, me mostraron a un anciano barbudo de pelo largo y gris (cuyo nombre es sinónimo de “cuna”) dividiendo las aguas del mar con el poder de sus manos – poder que le había conferido el Todopoderoso. Esta imagen de la división de las aguas y la consiguiente aparición del fondo del mar siempre regresa alegóricamente a mis pensamientos cuando veo su cara. Más allá de las diferencias abismales, una es muy concreta: Moisés separó las aguas por horas, mientras que la cabellera del hombre de la ceniza ignorada quedó dividida en cierto tiempo y para siempre. Desde que mi memoria comenzó a funcionar con vestigios de razón, los datos que me ha mandado fueron de una calvicie orgánica, estructural y perdurable.

Esta es la historia del hombre de la ceniza soslayada. Apelo, a continuación, a algunos de aquellos que lo conocieron. ¿Han alguna vez observado, cual cirujano practicante, la manera en la que este ser fuma súbita e inconscientemente su cigarrillo? ¿Se han tomado el férreo trabajo que yo he hecho de notar su forma de sostenerlo deliberadamente entre los dedos, zarandeándolo de izquierda a derecha y prestándole la más mínima atención? Sus desechos jamás encuentran un refugio. La ceniza de los Benson and Hedget (u ocasionalmente Jockey Club) duermen hospitalariamente sobre sus camisas, pantalones, zapatos, baldosas. También suelen posarse sobre la mesa o el plato – lo cual no nota – y desprolijamente barre con su derecha (siendo que el pucho lo resguarda entre los nudillos del índice y medio zurdos). De la nada, suele aparecer una mano tosca y ajada para desagotar de cenizas el roble barnizado. Sin embargo, aunque aquí pensemos que este movimiento es parte de una actitud conciente, yo insisto en que se trata de un fugaz acto reflejo de su sistema nervioso incorporado a su cotidianeidad.

El hombre de la ceniza imperturbable poco se sonríe tiernamente, pero cada tanto lanza carcajadas como epílogo de alguna anécdota de su pasado campestre o de esa escuela idolatrada dónde él fue uno de los pocos que culminó el séptimo grado. También resplandece una media sonrisa, mezcla de recuerdo y picardía, cuando nos cuenta sobre su pasado gastronómico: el mozo de capital (el de la tragedia); y su pasado “intelectual-administrativo”: el secretario del ministro de economía en estadísticas agrestes. Ésta, su incursión en la política, obliga o fundamenta sus preferencias partidarias. Aunque nunca militó, defiende con uñas y dientes a un presidente populista del ’50, cuyos trajes militares excedían el talle XL y a un provinciano con complejo de inferioridad cuyas patillas enamoraron a los del ’90 y cuyo aparato reproductor demostró que seguía funcionando con el nacimiento de su tercer hijo después de haberle hecho cautelosamente el amor a treinta millones de argentinos en su segunda presidencia.

Renglones atrás hablé de un pasado gastronómico y una cuasi-tragedia. El hombre de la ceniza aletargada mantiene mitos acérrimos como buen anciano enamorado de un ayer que pasó, pero que él se esfuerza para que no pase. Y qué mejor manera de lograr que una historia se recuerde por los siglos de los siglos a través del linaje que convertirla en mito. Saliendo con los minutos contados del restaurante dónde trabajaba como mozo, el hombre de ceniza imperturbable cruzó la calle a la mitad de la cuadra sin tomar la precaución de mirar a los dos lados. Quién sabe en qué ocupados refugios de la mente se encontraban sus ideas. Una vez que la mitad de su cuerpo sobresalió por detrás de un automóvil, se topó de frente con un colectivo. No lo vio y paradójicamente, fue lo último que vio hasta abrir los ojos de hoy mirada sabia y encontrarse con un techo pulcro de luces blancas resplandecientes, tubos, cables y hombres de guardapolvo y estetoscopio. La califiqué de cuasi tragedia porque tuvo un final feliz que aún no tiene final. De hecho, parece tener la energía para continuar contando anécdotas y creando mitos. Como el del “hombre de los dos cumpleaños”. La explicación es la siguiente: al principio quiso cambiar deliberadamente la fecha de su cumpleaños porque (textuales palabras) “volvió a nacer” pero, luego, como no se lo permitieron, esto dio como resultado: ¡Festejar dos cumpleaños! El mito reside en la ignorancia casi eterna de los familiares de no saber cuándo verdaderamente nació.

Párrafo a parte debo dedicarle a su amada. Mujer, princesa provinciana, largos años menor que él y de una belleza virginal, como lo muestran fotos en blanco y negro, de peinetones y vestidos de copa ancha. Su diosa y reina, su diabla santa. Su todo, su nada. Su amor eterno. Su eterna amada. Su media parte y su plenitud. La mujer de la caricia constante y sonrisa angelical. La fabricante de francos, necios y narigones (aunque todo se puede arreglar). La luchadora incansable de altas batallas secretas. La autora de “¡Coman mierda!” con lo cual se iniciaba toda comilona. La artesana de Bagnacaudas excepcionales en el afán de mantener tradiciones familiares y la excusa perfecta para albergar a sus pichones ya alados. Siendo autora intelectual y material de banquetes sublimes, se adjudicaba la posibilidad de destrozar el presupuesto; razón por la cual el hombre de la ceniza imperturbable rezongaba eternamente. La mujer de la caricia constante entendía que los ceniceros inservibles no soportaban la ceniza de su hombre y, por tal, renunciaba a la idea de intentar convencerlo para que durmiera sus desechos en ellos. Quizá nunca haya pensado que no vería más esa ceniza. Quizá nunca se haya imaginado que el cigarrillo se seguiría prendiendo después de ella. Quizá siempre haya creído que tendría que aprender a extrañarlo. Aunque, quizá siempre haya sabido que la ceniza seguiría cayendo en el piso y ella no estaría para levantarla. Y los pichones volarían un poquito más, alejando fantasmas descalzos. Y la ceniza se quedaría en las baldosas de la cocina, debajo de la mesa, a los pies del hombre de los dos cumpleaños, creador de mitos y sabia mirada, cabellera austera y amplio olfato. Se quedaría allí esperando que la recoja. Esperándola.